Pero el que estuvieses hasta los mismísimos no justifica la injusticia. No es justo escribirte sin saber dónde carajo enviar el sobrecito, y el Cielo es muy grande… y he tratado de llamarte pero no hay cobertura ¡coño!
Sé que debes estar descojonándote de todo, para no variar. Y lo sé porque no te imagino de otro modo. Te reiste siempre hasta de tu propia sombra, y supongo que desde allá arriba las gilipolleces de aquí abajo se ven mejor, y tus carcajadas las oiremos en la brisa que baja desde la sierra, en la lluvia otoñal de la ancha Castilla, en el silencio de Taganana y en el rugir de las olas de San Marcos.
Y mientras tú te ríes sin parar yo estoy aquí, en este destartalado pero acogedor despacho, observando desde la ventana cómo cae desordenada una lluvia que casi no moja, pero que descojona, porque no deja de ser una solemne tontería el dejarte caer para acabar espachurrado en el parabrisas de un coche o metido en el ojo de alguien. También desde aquí se ve pasar mucha gente, que baja con cuidado por la acera mojada; alguna lleva paraguas, otra bolsas de plástico con la compra, otra fuma…, y yo sólo puedo ver en todas esqueletitos en movimiento, que eso también descojona y mucho.
Mientras regresaba a Tenerife, miré mil veces por la ventanilla del avión la oscuridad de la noche, y recordaba las muchas historias que compartimos, y te sentí cerca. Pero comprendí que no era porque yo estuviese en esos momentos más cerca del cielo, sino porque siempre estarás muy cerca, porque nunca te habrás ido ni para mí ni para Belén, porque siempre tendremos a Raquel y a Samuel, quienes nos hicieron compradres doblemente y para siempre.
Ahora lo importante es que tomes con paciencia tu eternidad, que sabes que San Pedro y todos los coros celestiales no están para demasiados trotes, y tú tienes mucha cuerda… Pero sobre todo, y ante todo, compadre, ten mucho cuidado al cruzar.