05 octubre 2010

El Instituto Rafael Arozarena, de La Orotava, olvidó a su poeta

Mi amistad con Rafael se remonta a principios de los años 80. En aquellos años, en el Instituto Villalba Hervás de La Orotava se vivieron momentos que bien podría llamarlos de cambio. Las antiguas instalaciones del instituto, -la cuadra, como muchos denominaban-, eran insuficientes para la demanda de estudiantes existente, se habían quedado obsoletas, necesitadas de urgentes y profundas reparaciones, y con un aspecto nada confortable para afrontar toda una jornada.

Miguel Ángel, -profesor de Diseño del que no recuerdo su apellido-, ante aquel estado casi caótico, tomó riendas en el asunto de la mejor manera que sabía, podía y tenía a su alcance, y con el apoyo de parte del profesorado y la ayuda de un grupo de estudiantes, -entre los que me encontraba-, trabajó sin descanso para que aquellas cuatro paredes fueran algo más que un lugar donde ir a clase. Debía ser un sitio donde pudiésemos desarrollar actividades complementarias a nuestra educación académica,  acordes con nuestras aficiones, y así nacieron un grupo de teatro, otro de cineforum, talleres de fotografía, serigrafía, escultura, concursos de cuento y poesía, …

Una de las iniciativas fue la de asignar a las aulas el nombre de alguna persona relevante, y el primer turno fue para el escritor y poeta Rafael Arozarena. Como integrante del grupo de fotografía, se me encomendó la labor de hacer un reportaje fotográfico del evento, y dejé constancia gráfica de aquel emotivo día, desde su llegada al instituto, de su conferencia y del momento de inauguración del aula “Rafael Arozarena”, -la que hasta entonces había correspondido a COU-A-, en donde un esqueleto (por lo de fetasiano) sostenía la cinta que debía cortarse. Unos días después, una fotografía en blanco y negro del escritor presidiría el aula.

Pero no han sido estos avatares los que me han llevado a sentarme delante del ordenador y escribir estas líneas. Bien sabe Rafael que aún sigo su consejo de esperar hasta que pueda “caminar hacia todas partes” y reencontrarme con mi estilográfica. Tal vez también piense que no vale la pena lo que estoy ahora haciendo, pero yo no he podido resistirme porque creo que se lo debemos.

El pasado día 30 de septiembre se cumplió un año de su fallecimiento, un año en el que hemos estado huérfanos de su sabiduría y de su pluma magistral, y también de su infinita sinceridad y sentido del humor.

Tuve conocimiento por el padre de un alumno, de que en el Instituto el día 30 de septiembre transcurrió sin pena ni gloria, y de que su hijo, consciente de ello, colgó una nota en el tablón de anuncios (y que desapareció rápida y sigilosamente) reivindicando un momento de recuerdo a Arozarena. Y eso me duele. Porque el olvido y la indiferencia, duelen, sobre todo si parte de quienes tienen en sus manos una porción importante en la educación de nuestros hijos.

Recuerdo la emoción que expresaban los ojos de Rafael cuando juntos memorábamos aquel año que visitó por vez primera el Instituto, donde gestó su poemario “Amor de la mora siete”; y también la ilusión que le embargaba pocos días antes de su última visita. Por eso me resisto a pensar que a Rafael ya lo han olvidado en el Instituto que lleva su nombre y en cuyas paredes aún cuelga la fotografía que un día presidió solamente un aula. La reivindicación de un solo alumno bien vale una disculpa y, al menos, un minuto para su recuerdo.