17 diciembre 2006

Crónica de un Recital Poético


Ha sido la Villa de la Orotava (Sta. Cruz de Tenerife), quien ha acogido este año 2006, durante los días 14, 15 y 16 de diciembre, el XIV Recital Poético de Navidad, una iniciativa que vio la luz en 1992, de manos de la llamada “Generación de los Ochenta”, como una forma de celebrar el solsticio de invierno; un recital pionero en su índole y con unas características muy singulares. Es, sin lugar a equivocarme, el Recital Poético más prestigioso, solemne y atractivo de todo el Archipiélago Canario.
Este año, el poeta canario Ayoze Suárez, tomando la antorcha en la dirección de este evento, -que hasta ahora había tutelado el también poeta canario Álvaro Perdigón-, ha logrado reunir un año más, y durante tres días inolvidables, a un elenco de poetas de reconocido prestigio, tanto a nivel insular como peninsular. Desde estas líneas quiero transmitirle mi más sincera felicitación por el trabajo realizado, que me consta ha sido duro, pero reconfortante.
Javier Mérida, Adrián Hernández Martín, David Guijosa Aeberhard, David Díaz, Elsa López, Juan Carlos Pimenta, Álvaro Perdigón, Antonio Carmona, Carlos Pulido, Carlos Pinto Grote, Victor Bidart, Coriolano González, Pedro Flores, Pilar Adón, Andrés García Cerdán, y quien suscribe las presentes líneas, deleitaron al público asistente con sus versos. También hubo música de autor, a cargo de Chema Muñoz, Luis Almeida y Eva de Goñi y Andrés Molina, que colocaron el broche de oro a un recital ya de por sí, brillante. Lamentar la ausencia, a última hora, y sin más comentario, de los poetas Alejandro Krawietz, Mariano Vega y Arturo Maccanti.
De nuevo, Ayoze, muchas felicidades, y a por el XV Recital Poético de Navidad. Sabes que cuentas con nosotros, como poetas, y como amigos.

Alas de paloma (Cuento de Navidad)

Las últimas dos horas había estado atrapado en un profundo sueño, hasta que un cálido bisbiseo me hizo emerger desde el letargo. Abrí despacio los ojos, con el cuidado necesario para que la realidad no me sorprendiera, hasta que tropecé con la mirada de ojos bronceados como su piel; de labios y medidas vibrantes; de amplia sonrisa y voz melodiosa que casi me cantaba que habíamos llegado a destino. Esbocé entonces lo que también debía entenderse por una sonrisa y, mirando alrededor, comprobé que tan sólo quedábamos ella y yo en el interior del avión. Me levanté; tomé el periódico que ella misma me había ofrecido antes del despegue; agradecí sus atenciones y la escolté por el estrecho pasillo escrutando el elegante movimiento de su contorno. Nos despedimos en la misma puerta: ella con su eterna sonrisa y yo con un disimulado lamento. Podría haber sido la ángel más bella de todo el universo. Y me perdí por el túnel acristalado que dirigía mis pasos hacia la Terminal del aeropuerto.
Había volado muchas veces y de muchas formas, pero nunca en avión, aunque ello pueda parecer increíble, y debo reconocer que me ha encantado. Cualquiera de las otras maneras de vuelo te supone un gran esfuerzo y concentración, mientras que en ésta, en tanto otros se encargan de despegar, mantener el rumbo y aterrizar, tú puedes comer, dormir, leer, estirar las piernas aunque sea relativamente, y hasta enamorarte.
Sí. Creo que me había enamorado. Albergaba la certeza de que mi amigo Cupido había revoloteado cerca de mí; aunque era probable que hubiera errado en su disparo, porque bien sabía él que aquel amor era, sin lugar a ninguna duda, imposible. De cualquier forma mi corazón latía acompasadamente deprisa, y algo había quedado atrapado en la boca de mi estómago que no quería continuar con su camino. Y allí me encontraba yo, al otro lado del cristal, con la mirada fija en la aeronave en la que ella se había quedado, interrogándome sobre si alguna vez volvería a verla y sobre si también Cupido había errado sobre ella.

Algo se me debía notar porque todo el mundo me observaba sin pudor. Quizá me iluminaba un halo de felicidad o, tal vez, mi exagerada sonrisa despertaba en los demás la necesidad de mirarme. Pero no me importaba en absoluto, incluso los saludaba. Me sentía exultante a pesar de haber dejado atrás a quién más he podido querer en toda mi existencia.

Me sobresaltó la cinta transportadora cuando comenzó a funcionar, y me distancié lo más posible de la salida de esquipajes, convencido de que cuanto más tardara en coger el mío, más probabilidades tendría de volverla a ver. En algún momento ella tendría que aparecer. Pasaron los minutos y nos fuimos quedando solos la cinta y yo. Mi equipaje no salía.

Fui mutándome en fatalismo. Recordé que ni siquiera había facturado el equipaje, por lo que se había quedado en el maletero sobre mi asiento, expuesto a que nadie lo hubiera visto y que volase a otro destino, y tal vez a otro y a otro; y lo perdiera para siempre, y con él, también mi empleo, con muchos años de demostrada competencia. Mi jefe, que confió en mí para este asunto, me pondría de patitas en la calle.

Corriendo por los pasillo, - ahora sin halo ni sonrisa-, llegué a la puerta del avión. Llamé por la señorita Paloma, -el nombre de mi enamorada-, pero nadie contestó. Introduje apenas la cabeza y repetí su nombre. No había, absolutamente, nadie. Entonces, superé rápidamente el pasillo, y al abrir el compartimento donde recordaba ahora que había dejado mi bolsa de viaje, el Mundo se derrumbó ante mí. NO estaba. Busqué, entonces, en otros maleteros, debajo de los asientos, en los servicios… Nada. Había desaparecido. Tan solo cabía esperar que alguien lo hubiera llevado a la oficina de la Compañía aérea.

Tampoco allí había nadie. Palmeé sobre el mostrador un par de veces y, tras la puerta, apareció un señor bajito, ojeroso y con cara de pocos amigos. Usted dirá, me dijo. Y le dije. Le dije tanto, que levantando las manos me hizo entender que no tenía muchas ganas en aquellos momentos de conocer mis desventuras amorosas. Comprobó en su ordenador si mi equipaje se encontraba en la oficina. Nada. Me indicó que del vuelo en el que yo había venido no le habían llegado absolutamente nada, pero que rellenara un formulario y que se pondrían en contacto conmigo cuando apareciese.

Ahora, esperar y rezar por lo bajo para que el Jefe no se entere de lo sucedido, al menos hasta que haya podido recuperarla, circunstancia que temo imposible, porque no sé cómo lo hace, pero siempre se entera de todo.

Menos mal que para llegar al hotel no he tenido mayores problemas. He podido convencer al taxista para que me trajese, prometiéndole que le pagarían en recepción, y también, a su vez, al conserje para que cargasen en la cuenta de mi habitación la carrera, ya que mi cartera, con mi documentación y el dinero que me habían adelantado para el viaje se había quedado en el interior de la maleta. Lo único que poseo, además de la ropa puesta, es una fotocopia sellada con la reclamación efectuada. Todo lo demás, vaya usted a saber dónde se encuentra ahora mismo. Puede que al otro lado de este planeta.

Lo mejor que podré hacer, de momento, es darme una buena ducha y bajar a tomar un refresco. Tal vez así pueda despejar un poco mi cabeza y distraerme por unos minutos de lo sucedido. En el peor de los casos, al menos podré disfrutar de unas horas a cuerpo de rey y a costa de la empresa. Me avergüenza pensar de este modo, porque mi trayectoria profesional siempre se ha basado en la honestidad conmigo mismo y con los de arriba, pero ha bastado que, por fin, me encomendasen algo de importancia, para que todo se vaya al traste por haberme despistado de esta manera tan insólita e impropia en mí, y todo por unos ojos y una sonrisa que ha invadido lo más profundo de mi ser.

Me imagino por un instante dando cuentas de todo. Pues verá jefe… es que… cuando me desperté y vi… la verdad es que no sé cómo… de todos modos… no, si ya se que no es excusa pero… póngase usted en mi lugar… ya lo sé, y no es usted capaz de entender cómo me siento…

Suena el teléfono de la habitación. ¡Dios mio! No es posible que se haya enterado tan pronto. ¿O sí? Creo que no voy a contestar. Diré que no oí el teléfono desde la ducha, pero no me va a creer. Lo cojo. No lo cojo. Me tiemblan las manos. Qué las manos, me tiembla todo.

- Sí, dígame.
- Buenas tardes, señor. Soy el recepcionista. Aquí hay una señorita que desea verle…

¿Una señorita?, pensé. Si no conozco a nadie. De cualquier forma, tengo que bajar. Debe ser algo importante. Tal vez han recuperado el equipaje y vienen a entregarlo.

- Enseguida bajo.

Cuando llegué a la cafetería no hubo ocasión para que dudara de quién me esperaba. Allí estaba ella, con sus ojos llenos de alegría y la boca muy cerca del café humeante. Temblé aún más. Todo yo era temblor. Y me acerqué despacio, pensando en lo que debía o no decir, intuyendo lo que ella me diría o no me diría.

- Hola Don Gabriel-, me dijo sin perder la sonrisa.
- Hola Señorita Paloma-, le dije timidez, ridículo.
- Aquí traigo su equipaje. Lo vi en el compartimento de su asiento, y cuando lo llevé a la oficina de mi compañía me dijeron que ya había pasado usted por allí; pero no pude dejarlo y decidí traérselo yo misma. No pregunte por qué. Sentí la necesidad de hacerlo.
- Pues me ha salvado usted la vida, Paloma. Esa maleta lo es todo para mí ahora mismo.

Mentí sólo un poco. Bueno, mentí mucho. En aquellos momentos la maleta era lo de menos, porque todo lo que podía desear era volverla a ver, y allí la tenía.

Entonces, le conté lo importante que era su contenido, y que gracias a él y, por supuesto, a ella, podría continuar siendo lo que era hasta entonces.

Le referí que mi jefe, después de muchos años de incesantes pruebas, por fin me había encomendado un trabajo importante, y que el éxito del mismo supondría que el próximo año volviera a ser uno de los elegidos.

- ¿Qué trabajo es ese?, ¿qué es eso tan importante que hay dentro de la maleta?-, me preguntó con voz ingenua.

Por tanto, abrí despacio la cremallera del equipaje y extraje una tela grande y blanca que fui desdoblando con cuidado. Y cuando estaba totalmente desplegada, susurró muy despacio lo que en ella estaba escrito.

“Gloria in excelsis Deo”

- Soy el Ángel anunciador de la Buena Nueva, le aclaré.

Y con sus pupilas húmedas me dijo:

- Ahora entiendo, Don Gabriel, porqué lleva uste alas.